Pequeños nuevos productores en Chile

Alvaro Tello

December 07.2018

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Algunas de las novedades recientes de la escena vitivinícola chilena son parte de una exquisita resonancia histórica. Un decibel que subió hace más de diez años el viñatero francés Louis Antoine Luyt. Criado en la Borgoña, Luyt no solo se encuentra en Chile con una tierra extraña, sino además con una uva que era considerada una porquería y que deambulaba bajo el destierro.

Hablamos de la país, también conocida como listan prieto en España, mision en el norte de América, y criolla en parte de Perú y Argentina. El viñatero francés retoma el valor de está cepa con más de 500 años de historia en nuestro continente. Y con escaso reconocimiento, Louis Antoine consigue hendir una pequeña fisura en el monopolio de la industria vitivinícola, elaborando vinos sin adición de tartárico o levaduras exógenas, muchas veces en recipientes improvisados; vinos que en el mejor de los casos huelen a tierra y que, con defectos de por medio, se distanciaron por leguas del dulzor y concentración que engolosinaba a críticos y anglopaladares.

Desde la aparición de Luyt, se aprecia el aporte intangible de estos pequeños productores que cambian el paisaje. Y, entre ellos, también enólogos de bodegas establecidas. Sí, enólogos, volcándose a la busqueda de cepas, lugares, personas, o un rincón en el cual aparezca algo más que números en una planilla de cálculo.

Un ejemplo es Gonzalo Guzmán, enólogo que pertenece a El Principal, bodega enclavada en Pirque, Valle del Maipo, y cuyo fuerte ha sido desde sus comienzos el cabernet sauvignon. Antes de ingresar como parte del equipo enológico, Guzmán hace una vendimia en 2003 en España, Valencia, donde tiene su primer encuentro con cepas como el verdejo, mencía, tempranillo y graciano.

Su trabajo no queda en el aire. En 2005 decide que, de una manera u otra, incorporaría estás cepas en suelos chilenos. Por 2007 las cepas son incineradas por no cumplir protocolos de sanidad, pero aún así, vuelve a intertarlo años más tarde, está vez bajo orden de otro vivero, siendo liberadas en 2010 para realizar las primeras pruebas en la cosecha 2013.

Al cabo de unos años, sin embargo, El Principal considera que –salvo el blanco de verdejo- lo demás no tiene su lugar en su portafolio. Guzmán, con tal de darle continuidad al proyecto, decide comprar las uvas a su propia bodega. De esta forma en la cosecha 2017 nace G2, su proyecto personal, compuesto por Alba de Andes Albariño, El Afán Graciano y El Afán Mencía. Todos cosecha 2017 de fermentación espontánea (sin adición de levaduras) y adelantando cosechas para obtener un grado alcohol que promedie los 13,5 grados.  “En España no todos los años se consigue una buena madurez con las uvas, las cosechas son dispares. En cambio acá, en Pirque, madura excelente, lo que me permite tener vinos menos voluptuosos, más tensos y a la vez elegantes”.

Juan Alejandro Jofré, ex enólogo jefe de Viña Maquis, en Colchagua, echa a andar su proyecto en 2015 llamado Vinos Fríos del Año. En un comienzo, tiene tres vinos en su portafolio, pero muy pronto lo extiende al iniciar la búsqueda de otros productores que se alinien bajo su estilo, su forma de buscar vinos irrepetibles. Así llega a la familia Pons Rainieri, dueños del fundo Sampierdarena en Sagrada Familia, Curicó, cuyo origen se remonta a la llegada del inmigrante italiano Giovanni Bazzolo en 1859. Con la asesoría del viticultor Renán Cancino, se apoyan en viejas parras para producir Triada Malbec 2017. Con la aplicación de un 20% de escobajo, Jofré busca profundidad y un ‘grip’ en boca que no sea indiferente. Para el 2019 pretende presentar un vino de cepa país proveniente de Colchagua, un valle que comienza a redescubrir sus viejas parras en las profundidades de Lolol.

En un viaje explotario por el interior de Colchagua, encontramos una cincuentena de pequeños viñedos de país que, según cálculos locales rondan entre los noventa y más años. Una de ellas es una gran sorpresa. En el sector de Piuchen, a espaldas de Marchigue, en un secano que abraza el sol en toda su extensión, existe, o mejor dicho persiste, un pequeño viñedo de apenas 1,2 hectáreas, que según el SAG (Servicio Agrícola Ganadero) cuenta con alrededor de 130 años.

Los primos y ex agrónomos de San Pedro y Bisquertt, Cristian Ravelo y Carlos Ravelo, son los dueños de algunas hileras de ese oasis en medio del secano, y en conjunto con el enólogo José Miguel Sotomayor (Wildmakers) decidieron vinificar esas uvas en tinajas (ánforas) que uno de los Ravelo colecciona en su parcela. Así en 2017 dan vida al País de Piuchen, un cien por cien de país que muestra su fruta y taninos. No es rústico, pero si es una versión de país que habla de una personalidad distinta, y cuya versión 2018 aún espera en tinajas.

A este vino se agregan otras etiquetas, entre las que destaca Quilico, un cien por cien de carménère fermentado en viejas barricas. Y finalmente Kullay, que mezcla uvas de los vecinos sectores de Piuchen y San Joaquín. En antiguas tinajas de greda y una recién adquirida de origen española, va un porcentaje de país de Piuchen, carménère, cabernet sauvignon y syrah.

Más al sur, el ex enólogo de San Pedro y hoy gerente enológico en Barón Philippe de Rothschild, Gonzalo Castro, dio un interesante vuelco a la cepa país y carignan. Quienes pudieron apreciar su trabajo en Grandes Vinos de San Pedro, no debería extrañarles que con su proyecto familiar OVNI (Orígenes Vitivinícolas no Imaginarios) haya buscado no sostenerse en la rusticidad típica de estas cepas.

No es un acto de evasión, por el contrario. Lo que Castro busca es elegancia y, por sobre todo, un alto grado de bebilidad. Y lo consigue con Divino, cuya fruta proviene de Melozal, en el secano maulino. Con parras de cien años de país y carignan, cofermenta ambas cepas con levadura nativa, y tras 15 meses de crianza con apenas 12,1 grados de alcohol, consigue un vino peligrosamente bebible.

Melozal es un lugar que vive en la constante tensión entre pasado y futuro. Y donde, a pesar de todo el tránsito histórico, son pocos los vinos que logran exprimir toda la esencia de ese eterno paisaje rodeado de viñas. Pero hay respiros entre medio. Uno de esos respiros es el de Viña Chekura

Ubicada en una localidad del mismo nombre entre Coelemu y Ranquil, Chekura es propiedad de Pablo Pedreros y Daniela De Pablo. Esta joven pareja y su pequeño hijo viven una vida que se mantiene en armonía con el viñedo, apegándose a aspectos orgánicos y regenerativos. Si esto no queda muy claro, podríamos decir que ellos no aplican absolutamente nada al viñedo, y por supuesto, menos al vino. Con la ayuda del enólogo Demy Olmos consiguen dos etiquetas bajo la etiqueta Mingaco. El primero de ellos es un moscatel de alejandría que equilibra muy bien la acidez y el dulzor propio de esta cepa. El segundo es un cinsault de 13,5 grados que a pesar de lo poco promisorio del alcohol, es amable en boca y fácil de beber.

Como en estos casos, no debería parecernos extraño ver gente calificada en temas enológicos obrando desde la vereda del pequeño productor. Por el contrario. Lo que rayaría en lo bizarro sería ver a grandes actuando como pequeños bajo una falsa modestia. Y en caso de que eso ocurriese ¿alguien les diría algo? Lo dudo. Aunque a los pequeños solemos exigirles mucho más, e incluso, hemos visto a algunos de ellos con sus vinos emulando a los grandes. Entonces la pregunta que viene es ¿a que le estamos dando realmente valor? Al menos, a quienes hemos señalado, se sienten meros intérpretes de un racimo de frutas. No es más que eso.